Luis Montero Manglano, profesor de arte e historia medieval en el Centro de Estudios del Románico en Madrid, nos cautivó con el primer título de la Trilogía, La mesa del rey Salomón, en el que descubrimos cómo su protagonista, Tirso Alfaro, pasó de ser un infeliz asistente de museo en Canterbury a formar parte del cuerpo de élite de recuperadores de patrimonio expoliado. En esta novela el protagonista y narrador recordará cómo su vida ha cambiado de forma radical en apenas diez meses, situando así al lector que se acerque a este volumen sin haber pasado por el anterior, algo que no supondrá ningún hándicap.
Gracias a su participación en el descubrimiento de la reliquia que perteneció al rey Salomón Tirso ha conseguido un nombre en la organización, Faro, integrándose así de forma completa en el Cuerpo Nacional de Buscadores, grupo secreto con sede en los subterráneos del Museo Arqueológico de Madrid y cuya misión es encontrar las piezas arqueológicas del patrimonio histórico del país que se perdieron durante el expolio de los siglos XIX y XX. Una misión que el protagonista resume de forma certera: “donde los cauces legales se secaban, allá aparecíamos nosotros (como fantasmas) para traer de vuelta lo que nunca debió ser llevado”.
Pero la situación de la organización ha dado un giro radical después del caso anterior. Para un grupo que debía permanecer en la sombra, el revuelo mediático despertado supone una amenaza para los altos cargos que, teóricamente, debían desconocer su existencia. La situación es tan grave que se exponen incluso a la desaparición. De esta forma llevan varios meses de letargo, sin encargarse de ninguna misión en condiciones, pasando el rato realizando simulacros que no llevan a ninguna parte.
Pero todo dará un giro radical cuando se vean involucrados en la investigación de una serie de robos en diferentes bibliotecas y archivos españoles. Alguien está sustrayendo los fragmentos de un antiguo códice islámico conocido como el Mardud de Sevilla. Para recuperarlo deberán viajar a Malí, en una misión que ya ha supuesto un alto coste en el pasado para la organización y en la que tendrán que vérselas con las guerras entre facciones tuareg, terroristas islámicos, el ejército francés y una de las tribus más antiguas y misteriosas de África, además de vérselas con enemigos en la sombra dispuestos a todo por conseguir la Cadena del Profeta.
El relato vuelve a resultar trepidante, sin dar tregua, con acción y aventuras que se multiplican a lo largo de la narración. Asistimos a la evolución de la relación entre los diferentes miembros de los Buscadores, en todos los sentidos, mientras el autor nos acerca a un tema arqueológico de actualidad como es el de las piezas negras: “artefactos que emocional o históricamente pertenecen al patrimonio hispano pero cuyo dueño legal no está claro en absoluto. El Estado español no tiene ninguna potestad ni derecho para reclamarlas (un claro ejemplo de esto sería el Códice Cisneros, que fue expoliado por los conquistadores españoles y se exhibe en el Museo de América, en Madrid pero que podría ser reclamado por otros gobiernos)”.
Y la novela nos acerca también a los misterios que esconde la historia de Malí y el conquistador Yuder Pachá, cuyos secretos se llevó a la tumba y que nos acercan a la leyenda alrededor de una reliquia islámica. A pesar de su extensión (más de 600 páginas) la novela se lee en un suspiro y nos deja con ganas de más, algo que llegará pronto de la mano de La ciudad de los hombres santos, la culminación de la Trilogía, donde seguiremos acompañando a este grupo guiándose por su peculiar premisa: “Hay personas que disfrutan encontrando respuestas. No es nuestro caso. Nosotros preferimos encontrar preguntas.”
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