David Hunter, antropólofo forense, conoce a la perfección estos y otros detalles sobre la descomposición de los cadáveres. Hunter es el protagonista de “La química de la muerte”, de Simon Beckett (ed. Mondadori, 2009), la primera de una serie de novelas cuya idea original surgió cuando el autor viajó a “La granja de cadáveres” en Tennessee.
David Hunter era todo un experto en su campo. Como le dice uno de los personajes, “en lo que respecta a restos humanos es usted el experto número uno. No solo se encarga de identificarlos, sino que determina cuánto tiempo llevan muertos y la causa de la muerte”. Pero su vida cambió radicalmente tres años atrás. Su mujer y su hija fallecieron en un accidente de tráfico provocado por un conductor borracho. De repente, le habían arrebatado a las 2 personas que más adoraba en el mundo. Todos los conocimientos que poseía sobre ciencia forense no podían dar respuesta a las preguntas que le obsesionaban “¿Dónde habían ido? ¿Qué había sido de la vida que llevaban dentro? ¿Cómo era posible que su vida, su espíritu, simplemente dejara de existir?”
Traumatizado por la pérdida sufrida y con un oficio que le recordaba constantemente esa pérdida y la falta de respuestas, decide aceptar un trabajo como médico de familia en Manham, un pequeño pueblo del condado de Norfolk. El médico titular había sufrido un accidente y se ha quedado parapléjico, por lo que necesita un ayudante durante seis meses. La estancia de Hunter en Manham se había prolongado ya durante tres años. Ha conseguido ocultar su pasado y vivir con tranquilidad en el pueblo, aunque sus habitantes todavía le sigue trantando como un forastero.
La aparición del cadáver de una de las habitantes del pueblo, que ha sido brutalmente asesinada, alterará el ámbiente tranquilo de Manham. Hunter se ve implicado sin quererlo en la investigación por una decisión tomada de forma repentina que “alteraría el rumbo de las semanas siguientes, una decisión que cambiaría mi vida y la de otras personas”.
El asesinato sacará a la luz el pasado de Hunter, que no tendrá otro remedio que colaborar con la policía, muy a su pesar. El inspector Mackenzie, encargado del caso, solicitará su ayuda ya que Hunter “se había adentrado en los arcanos de la química de la muerte”.
La desaparación de otra mujer confirma las sospechas de que el culpable pertenece al mismo pueblo. A partir de entonces crecen la tensión entre los habitantes, se crea una atmósfera de psicosis y desconfianza en la que “las suspicaciones se filtraban como un virus transmitido por el aire”.
El asesino ha diseñado un juego cruel, en el que tendrán que participar tanto Hunter como todo el equipo policial, mientras descubren horrorizados un reguero de asesinatos con una crueldad que superará todo lo que Hunter ha visto en su dilatada carrera como forense.
Hunter verá alterada su vida profesional, pero también sufrirá cambios en su vida personal al entablar relación con la maestra del pueblo. Estos dos aspectos le enfrentarán de forma brutal con los traumas de su pasado.
Un pueblo aparentemente idílico conmocionado por la actuación de una mente asesina que sacará a la luz las miserias de sus habitantes y obligará a Hunter a implicarse en la investigación hasta límites inimaginables.
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